El siguiente trabajo es una tarea universitaria para la clase de Taller de Redacción: Crónica.
No pretendo reclamar derechos de autor. La investigación y narración original es del periodista Alejandro Almazán bajo el título "Chicas Kaláshnikov".
Nota: Antes que nada, ya leyeron. ¡Otra tarea! La profesora Canales -mi favorita, yay- nos pidió que redactáramos la crónica con nuestro propio estilo. Si les contara los estragos por los que pasé... Bueno, disfruten esta cosa rara... Y mis aplausos para Almazán; simplemente se merece los 3 galardones que ha ganado.
“Bellezza Letale”
— ¿Cuánto
cobrarías por matarme? —La pregunta queda al aire. Ese aire viciado que se
respira en un patio vacío de prisión. Ella mira a Alejandro como se mira al
muerto que no es de nadie, con el rostro impasible e indiferente.
—Vales
lo mismo que toda la demás gente: Nada —Le responde Yaretzi con esa gracia de
mujer fatal que a cualquiera doblegaría, gozando el dolor que su ponzoña
provoca. En su voz, la suavidad y la autoridad van de la mano por primera vez.
De a poco,
su atractivo rostro va sumergiéndose entre un mar de cadáveres, balas y
bellezas mortales. Playas de olvido y miseria; olas que bañan con dolor y
coraje.
~*~
Primera
parte: La Güera.
Llega
haciendo ruido con los tacones como si quisiera dejar huellas en el denso suelo
del restaurante. Los ecos recorren todo el lugar así como los hombres deben
recorrerla a ella. La mujer es hermosa, seguramente provoca pensamientos
indebidos. “Los hombres nacieron para adorarla”, quizás sea cierta esa leyenda
sobre ella. Una mujer que tiene el aroma, las ropas y el rostro de la elegancia
y que exuda Ed Hardy por cada poro de su piel.
Se
presenta como ‘La Güera’, haciendo alarde de su trabajo como sicaria. Incluso
sus largas, brillantes y afiladas uñas son como navajas suizas; no dejan paso a
la duda. Se inventa toda una vida de anti heroína, sin embargo, en el tren de
confesiones, La Güera acepta que en realidad su trabajo en el cártel es otro:
Seducir
a los narcotraficantes rivales; saber todo de ellos, no contar nada sobre ella,
y entregarlos a su jefe, para que les arranque los dedos, les corte los
testículos y los despida con un disparo en la cabeza de este indetenible mundo.
No
le gusta decir para qué cártel trabaja; maldice a Vicente Carrillo y pide a la
Santa Muerte que el Chapo Guzmán conquiste este país de almas olvidadas; aunque
también se queja él.
Cuenta
que entregó al cártel a un policía que en la cama solía prometerle amor
infinito. A un narcomenudista le soportó golpes y el sexo más salvaje, todo
para llevarlo a una casa de seguridad donde lo torturaron, y acabó bajo el filo
asesino de una motosierra. También tuvo que coquetear con un gordo de aliento
insecticida que lavaba dinero para los rivales y que terminó disuelto en ácido.
Dice
que si soñara con la gente que entregó a las garras de la Muerte, se tragaría
el remordimiento, y al decirlo suelta una sonrisa con la que hubiese sido capaz
de sentar al Chapo Guzmán y a Vicente Carrillo para hacer las paces.
Esta
mujer que se mueve como modelo de revista, se pasea por Ciudad Juárez en una
camioneta 4x4 que se traga los kilómetros tanto como ella seduce a la muerte.
Dice que la droga es barata y pura. Que son tantos los desaparecidos y que por
eso las cifras son conjeturas.
—Son
un chingo los muertos que ya no caben en los números —Dice, y casi se oye como
cambia las letras por números. Como una máquina registradora que timbra al dar
el total. Un total que sigue aumentando conforme pasan los segundos.
La
Güera alguna vez tuvo sueños que toda persona con alma tendría: Quería ser
actriz. Y sin embargo, lo único que tiene ahora son las balas. Sus esperanzas
se marcharon junto al estruendo de su primer disparo.
—Poca
plata para mucho riesgo —Comenta Alejandro Almazán, el hombre que se adentró a
este mundo de oscuridad y llantos regados que pocos conocen y del que todos
saben. Sin otro interés más que el de dar a conocer cómo funciona este pútrido
negocio. Un periodista que no conoce límites, y que se llevado en tres
ocasiones el Premio Nacional de periodismo.
—Sí,
pero mi novio me compra todo —Contesta la mujer.
— ¿Es
narco?
—Comandante,
pero es lo mismo.
— ¿Y
qué es lo mejor que te ha comprado?
—Las
chichis. Se miran bien, ¿no? —Dice, tocándose los senos. Alejandro no puedo
contradecirla.
—Cuando
te miras al espejo, ¿A quién ves?
La
atractiva chica se recoge el cabello, torciendo sus labios.
—Haces
preguntas bien raras —Contesta.
El
mesero trae los cortes de carne, y la Güera come como si tuviera hambre de días
rezagados. Enumera a la clase de gente que ha seducido para luego entregarla a
los sicarios que no perdonan nada; y antes de que la Güera emprenda la marcha,
Alejandro lanza una última pregunta:
—
¿Cómo le haces para que no te identifiquen? Has de ser una mujer muy mencionada
entre la malindranada.
—Siempre
cae uno. Acuérdate que los hombres piensan con el pene.
Y
así, se va caminando después de tomar su bolso; con tanta seguridad que no
parece ser quién es.
Segunda
parte: Marta.
Marta, la del rostro de
niño que estudiaba administración de empresas. La fanática de los dulces de
tamarindo y que extraña a su novia. La que juró dar la vida por su banda y
ahora cuida a una doña de cara grande, como de catedral, que cayó en la cárcel
por traficar cocaína. La que nació zurda hace veinte años y escucha los
corridos del Chalino y de otros cantantes, en los que las historias dejen un
halo de pólvora. La que no come verduras y pide la carne casi cruda.
Esa misma Marta colaboró
para que las muertes a manos del crimen organizado le quitaran el puesto número
uno a la diabetes en Ciudad Juárez. Los que “sicarean” ya no necesitan motivos.
Ya no importan nombres ni razones; todo se convierte en parte de una
estadística más.
La historia de cómo la
joven entró al reino de la muerte es tan insípida como sangrienta: Desde
entonces es drogadicta y en sus delirios, voces le decían que podía matar a
quien quisiera, que al cabo no pasaría nada.
Llevaba días en busca
de una oportunidad, la primera en llegar sería la indicada.
—Quiero ser sicaria —Le
dijo a uno de sus jefes un día de tantos en que el crimen se sienta a jugar una
partida de póker acompañado del óbito.
—En este jale sólo hay
dos cosas seguras: No debes confiar en nadie y tú también serás asesinada—Fue
la respuesta cargada de razón por parte del jefe.
Y aunque se lo pensó
mejor, se vio levantando a una delatora en el centro de Juárez junto a un grupo
de pistoleros tiempo después. Quienes vieron el suceso, olvidaron pronto el
crimen, porque en Juárez, y todo México, no sólo se borra la vida, también la
memoria; y quienes recuerdan, amanecen pudriéndose entre los condenados.
— ¡Hay que quemarla! —Propuso
Marta, con las venas dilatas y las emociones excitadas. Había estado esperando ese día, y ese día finalmente había llegado. La mujer estaba amordazada, en
algún lugar cercano, esperando el tren que la llevaría al averno.
—¿Quieres quebrarla, morra? —Le dijo el jefe del escuadrón de
la muerte.
—Simón, no hay pedo —Contestó la aludida, inflando el pecho. Un
chamán le dijo que los asesinatos son meras compensaciones para equilibrar al
universo, y ella lo sabía bien. Iba a matar a la soplona.
«¿Martillo o la nueve
milímetros?» se preguntó; al final escogió el martillo, y, con la fuerza que le
otorgaron sus brazos, le rompió el cráneo a la mujer. Luego miró a su jefe como
quien se quita un peso de encima, y sintió la adrenalina recorriendo todo su
cuerpo, como el resultado final de una bomba de tensión.
Marta ni siquiera
conocía a la narcomenudista. No le había visto el rostro, y mucho menos tenía
algo en contra de ella. Y sin embargo, se sintió muy bien.
—Tu primera muerte es
como tu primera cogida —Explica ahora, reviviendo entre los recuerdos—: No la
olvidas. Y hasta ese momento es cuando sabes si sientes culpa o no, y como yo
no sentí ni madres, le agradecí a la Santa Muerte haberme permitido matar a esa
pinche soplona —Dice antes de continuar; las palabras sólo brotan de sus labios—.
Cuando matas no tienes que ver al difunto porque se te queda y puedes volverte
loco.
La Santa Muerte es su
guía; dice que esa calavera de dentadura mal trecha se lleva a ricos y pobres
por igual, y que por eso cree en ella. Le enseña a Alejandro un tatuaje en la
espalda con la figura de ésta, como si estuviera orgullosa de mostrarla.
Después, se va a la
celda de enfrente durante el almuerzo. También necesita su dosis de cocaína.
Este hábito se está llevando lo mejor de ella.
~*~
Puede resultar
interesante saber que la vida está llena de pequeñas y curiosas casualidades. Y
fue realmente una curiosa casualidad lo que hizo que Marta esté ahora entre
esas paredes que la encierran:
Malandrín 1, el encargado de cobrar las extorsiones en la
parte centro de Juárez, tuvo que ir a Ojinaga para vigilar un cargamento porque
a Malandrín 2, el que debía hacerlo, lo habían ejecutado la noche anterior.
Mientras Malandrín 1 llegaba a Ojinaga, en Juárez el jefe reacomodaba a su
gente.
A Marta le tocó reemplazar a Malandrín 1.
—Pero yo soy sicaria, no la chingues— Reclamó Marta.
Él, acostumbrado a mandar, le dijo a Marta que no la
hiciera de pedo.
—Es nomás esta semana—. Le dijo a la chica, y le ordenó
que primero le cobrara la renta a un vendedor de ropa, con quien tenía viejas
rencillas, y luego se fue a la cantina de siempre.
Mientras el jefe pedía su ‘whisky dieciocho años’, Marta
iba manejando y maldecía al viento. Ella ya había matado a tres y ahora la
habían reducido a una especie de abonero tacuachón. “Está bien, lo haré
—pensó—. Pero lo voy a hacer a mi manera”. Y su manera fue empezar por los
negocios que le quedaban de paso por el Eje Juan Gabriel.
Al vendedor de ropa lo iría a ver hasta el final, nada
más para hacer renegar al jefe. Antes, sin embargo, pararía a comer.
¿Y si sólo algo hubiera
sido diferente?
Si Marta no hubiera ido
a comer esos tacos de asada o le hubiese hecho caso al jefe; si a Malandrín 2
no lo hubieran asesinado y el jefe no hubiese sustituido a Malandrín 1 con
Marta, seguro ella seguiría en las calles con su cuerno de chivo y la
veintidós.
Pero así como es la
vida, por una serie de incidentes encontrados que nadie puede controlar, Marta
llegó a un restaurante a cobrar la extorsión y la descubrieron los militares.
— Esos pinches guachos me pegaron machín —Le dice Marta a Alejandro—. Aquí
los guachos están comprados por el Chapo y nos chingan a los contras— Como
nadie corroboró la historia, Alejandro no tuvo más remedio que creerle.
Tercera parte: Yaretzi.
Llegó conducida por una
custodia que se sentía más grande que el infierno; su larga cabellera tan negra
como la noche no perdonaba al viento.
—Sólo quiero saber cómo
funciona tu mundo —Le anunció Alejandro Almazán a Yaretzi, y ella entendió que
aquél hombre no estaba ahí para resolver viejos casos apilados en archivos
polvorientos.
— Debes escribir que creo en Dios y que estoy arrepentida —Pidió la joven,
buscando redención. Pero primero hay que empezar cuando ella trabajaba para el
Diablo, desde hace unos siete años.
Cuando Yaretzi cumplió la
mayoría de edad, adquirió la habilidad de matar con pistola en una escuela
militar. Esas manos talentosas la llevaron a conocer al narco del pueblo. Un
narco que recluta a quien tenga el valor necesario para tirar de un gatillo y
la imperiosa necesidad de ganarse la vida, por más irónico que sea.
Él le enseñó otros
trucos: Torturar, disparar ráfagas de coche a coche, secuestrar y desaparecer
personas. Acumularía su asesinato veintiséis, pero los soldados la arrestaron
por llevar consigo dos cuernos de chivo en bandolera.
—Pon que me llamo
Yaretzi, como mi amá. A ver si cuando
lea la nota viene a visitarme la cabrona. Seguro les ha de estar diciendo a mis
dos hijos que su madre, además de andar de puta, sicarea.
»Pero, te decía: los
sicarios no nacemos, nos hacemos. Yo me hice en la escuela militar. ¡En serio!
Salí de ahí con el corazón hecho piedra, odiando a toda la gente. Bien raro.
Como que en esas escuelas te enseñan a no querer a nadie. Y como yo nunca fui
de las que se quedaban en su casa, anduve en las calles y ahí encontré a mi
patrón. Le sigo diciendo así, aunque ya lo mataron. Él me bautizó a la niña y,
ya luego, me hizo al chamaco. Pinche abusón. Lo levantaron como al mes que tuve
a Brandon. Según a la esposa le dijeron que lo pozoliaron vivo allá en Ciudad
Cuauhtémoc. Yo por eso, si un día me levantan, espero ya estar muerta antes de
que me torturen o me corten la cabeza. No quiero verles la cara a esos perros
porque soy capaz de buscarlos en el infierno.
»Pero, te decía: yo no
entré a este jale porque hayan matado a mi patrón. No. Fue por dinero. Los
hombres sicarean por diversión, porque les divierte matar, les da un no sé qué
que los hace sentir la cagada más grande. A la bestia. Las mujeres entramos por
dinero. Al menos lo mío fue así. Eso de que andamos en este jale por amor es
una mamada.
»Y te decía: yo empecé
a los veinte años. Al principio trapiaba, limpiaba vómito y sangre. Luego fui
mandadera y de ahí pasé a cóndor —el que ubica a los contras—. Después fui
lince —el que levanta y tortura— y de ahí me pusieron a sicariar. Así estuvo el
rollo, bato. Desde entonces me puse a
matar.
Entre los matorrales, las
malas hierbas envenenaron el corazón de Yaretzi. Los balazos que tiró al cielo,
cayeron a su lado con la misma potencia, cobrándole las deudas por saldar, y un
poco más.
Un día llegó a una pira
de llantas y lo primero que vio fue la cabeza de su hermano siendo consumida
por las llamas. Sus asesinos no se conformaron con decapitarlo.
Yaretzi terminó
empotrada a la tierra, llorándole como si quisiera llorarle para siempre. Se lo
advirtió, le dijo que no se metiera en aquellos asuntos, que estaba muy joven y
que las armas eran producto del diablo.
—Pero tengo güevos— Le contestó él.
—Aquí no hay que tener güevos, sino odio por la gente —Le dijo
Yaretzi, pero él no hizo caso del consejo dado por su hermana.
Y ahora se encuentra en
dos piezas.
~*~
Yaretzi aún recuerda a
aquella narcomenudista que mató para graduarse como sicaria, cuando tenía
apenas veintiún años. Fue justo el día de las madres.
Esa misma mujer anduvo
diciendo en el barrio que Yaretzi era una «puta», y todos le creyeron. Hasta el
marido de Yaretzi. Esa mujer le arruinó la vida, Yaretzi siempre lo ha dicho. Y
así, como ha sucedido siempre, gracias a esas curiosas casualidades, le
ordenaron matarla.
La mujer vendía drogas
del otro cártel. Se le advirtió que no lo hiciera. Y al final, Yaretzi sólo
cumplió órdenes.
Incluso hoy, ella aún
sueña con esa mujer.
— ¿Y cómo la sueñas?
—Inquiere Alejandro.
—Sin ojos, gritando que ojalá me muera. Pero otras
veces me suplica la cabrona, me dice que la mate rápido, con el cuerno, así
como la quebré.
~*~
Yaretzi sufre de alucinaciones:
A veces alguien la jala del cuello. Otras veces el
pavón negro que le regaló su hermano cobra vida y le ordena matar al padrastro.
«Cuando estés disparándole le recuerdas al cabrón que la hija que tienes es
suya», le dice.
A veces le mueven las cosas de su celda. Y otras,
una voz, que parece barritar, se le sube a los oídos. «Ésos han de ser los
gritos del último hombre que maté a balazos».
—Yo he muerto dos veces
—Yaretzi se jala la camiseta y deja a la vista una cicatriz en el hombro. Dice
que tiene otro en la espalda—. Es verdá.
Los tiros ni se sienten, pero qué frío te da. Parece como si fueras de hielo o
no sé de qué. Y luego se te va la fuerza, ai
andas como un pinche muñeco de alambre.
»Pero eso no se compara
cuando te levantan y te torturan. Ahí sí le pides a Dios que ya te mueras. Eso
de que torturen es el peor de los dolores. Muchos que han levantado debían
dinero, y justo ese día que los levantan andan vendiendo hasta su madre. Yo no.
Yo no les ofrecí nada a los cabrones que me levantaron. Yo nomás me dejé llevar.
Creo que me violaron todos, los cuatro cabrones que eran—. Yaretzi mira hacia
el piso, como si quisiera aferrarse a la seguridad de algo inmóvil.
Aquel día, cuando
abusaron de ella y le arrancaron dos uñas, fue cuando encontró a Dios. La oveja
que halló su camino de vuelta al rebaño.
—Lo vi cuando ya nomás
miraba todo blanco, blanco. Era Dios. No pongas esa cara, pero allá tú si no me
crees. De pronto abrí los ojos y el bato que me cuidaba estaba bien dormido,
bien drogado. Y no me preguntes cómo, pero Dios me dio fuerza para desamarrarme
y corrí, corrí como pinche loca y no me detuve. Yo le he dicho a Dios que
cuando salga de aquí, nomás voy a matar a los que me levantaron y me retiro de
este jale.
— ¿Es posible dejar al
cártel? —Le pregunta Alejandro.
—No. De ahí no sales si
no es con las patas por delante.
— ¿Entonces cómo te vas
a retirar?
—No sé. Pero Dios me
hará libre.
Yaretzi va a su celda.
Regresa al momento con una gastada Biblia y le señala a Alejandro su salmo
preferido, como quien muestra una cajita repleta de tesoro.
“No temas, porque yo
estoy contigo. Siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi
justicia. Isaías 41:10”.
~*~
Yaretzi no fuma y
nunca se ha drogado. No conoce al Chapo Guzmán, ni Vicente Carrillo ni a
Heriberto Lazcano; sólo trata con capos segundones. No le gusta usar adornos.
No soporta la hipocresía. No sonríe; dice que la muerte le chupó la risa. No le
atraen los tatuajes. No ha vuelto a ver a su padrastro desde que la embarazó.
No ha perdonado a los asesinos de su hermano, y tampoco recuerda el nombre de
los que ella ha matado. Eso sí: se acuerda de las moscas que salían de aquellos
difuntos, está segura que tanta matazón empezó cuando el Chapo rompió el pacto
con Vicente Carrillo y cree que hay vida después de la muerte. Habla de las
armas como un niño emocionado acerca de sus personajes de acción preferidos. Su
favorita es el cuerno de chivo, a veces conocido como AK-47, ya que, según sus
palabras, puede partir a un elefante en dos y hasta un niño la puede disparar
porque no se atasca.
—Nunca tienes tiempo
para pensar en los asesinatos. Haz de cuenta que desconectas tu cabeza. Tú
nomás sigues órdenes, como un trabajo más. ¿O a poco tú te mandas solo? Pos es lo mismo en este jale. Y como
todo trabajo debes echarle ganas. Estar al cien. Si te drogas o te confías,
terminas con un balazo en la frente. También por eso hay mucho muerto aquí en
Chihuahua, porque los batos andan todo el día en la loquera y hacen pendejadas.
Por eso mataron a los morros de Salvarcar, porque la clica andaba bien drogada.
Dicen que su jefe ya los pozolió.
Estar al cien. Ésa es la clave para seguir sicariando. Yo eso hice. Si me
hirieron una vez fue porque los de mi patrulla venían pisteando y no se pararon en el retén. Estar al cien. Estar al
cien.
—Matas, ¿y luego?
—Nada —dice Yaretzi—,
no sientes nada. Habemos gente así.
— ¿Alguna vez has
pensado que ya deberías estar muerta?
—Cómo no. Yo creo que
es lo único que te sorprende en este jale: seguir vivo.
— ¿Qué te espera
cuando llegue tu hora?
—El infierno. Y no
creas, me da culo. Yo sé que he sido mala, pero Dios perdona hasta al más hijo
de la chingada. Aquí en la cárcel me he acercado más a él. Le rezo todas las
noches. Yo no necesito de la Santa Muerte o de Malverde, ésos nomás son
intermediarios.
Yaretzi aún no llora
mucho, pese a que lo intenta. Dice que en Chihuahua, «ser chueco es estar
derecho», y considera que las sicarias son mejores que los gatilleros.
—Es que los hombres
son muy arrebatados, para todo quieren disparar y eso enoja a los jefes. Las
mujeres como que la pensamos más y eso también es el valor —Explica.
Describe el olor a
muerto como el del azufre, como el que amanece los 16 de septiembre; y aunque
en su cártel está de moda el que mujeres atractivas enamoren y entreguen a los
rivales, considera que «más vale ser sicaria que andar de puta».
—¿Tú sabes cuándo se
va a acabar esta guerra? —Pregunta Almazán.
—Sí: nunca. El narco
es dinero y todos lo quieren —. Responde Yaretzi. Y en los siguientes minutos,
cuenta que nunca ha decapitado, que le parece algo sádico, sin embargo, admite
que el cártel para el que trabaja lo hace «para hacer sentir miedo».
—¿Tú has tenido miedo?
—Nomás esa vez que me
levantaron, hasta se me secó un riñón.
—¿Cómo que se te secó?
—Pos así nomás.
—¿Cuánto te paga el
cártel?
—Me daba quince mil
por quincena.
—¿Quince mil?
—Y estaba a punto de
que me dieran treinta y dos mil.
—Mucho dinero.
—Por eso entré a este
jale, ya te dije.
—Has de vivir bien,
¿no?
—No te creas. He
estado ahorrando el dinero para mis hijos. Yo sí quiero que estudien, que sean
alguien en la vida. Ellos todavía están chicos y no saben a lo que me dedico.
De perdida que si un día se enteran, que me perdonen viendo que no me gasté el
dinero.
—Al principio dijiste
que mi vida valía igual que todas: nada, pero te pagan bien. Entonces sí hemos
de valer algo, ¿no?
—Pos a mí no me pagan por muerto sino por día. Y si al día me pagan
mil pesos, quítale quinientos que ahorro, los doscientos o trescientos de la tragadera, los cien de la gasolina. O
sea: el muerto vale las balas que le metas y aquí nos las venden a diez pesos.
Por eso la vida, en
estos tiempos, desaparece igual que el ruido del disparo. Con la plenitud de
unos tacones que campanean contra el suelo de un lujoso cuarto de hotel. Con la
incertidumbre de quien es de aquí y es de allá.
Un ineludible grito de
guerra. Un imperceptible ruego de justicia.
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