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Gaviota enamorada.


«La gaviota está enamorada»

El viento soplaba ligeramente, acariciando la oscuridad tersa de la madrugada. En lo alto del cielo, volando bajo la manta negra que cubría la ciudad apenas iluminada por los faroles, una pequeña gaviota blanca, con las alas cansadas y desplumadas, esperaba impacientemente por el alba. Llevaba rato, aleteando de aquí para allá, emocionada, sintiendo que su pequeño y débil corazón iba perdiendo energías a cada latido que daba. Ahí, solitaria en la inmensidad del cielo, sobrevolando el mar que reflejaba la luna llena, la gaviota suspiró exhausta.

Nadie podría imaginarlo, pensó la gaviota, esas cosas solamente podrían sucederle a ella. Porque, ¿Quién había visto a una gaviota enamorada? Peor aún, ¿Quién, en el mundo entero, había visto a una gaviota enamorada del Sol?

Por eso la gaviota llevaba horas en el cielo infinito, esperando. A veces paciente, a veces inquieta. Todo lo que fuese necesario. Cada minuto valía la pena. Toda ocasión que sentía que su pequeño y frágil cuerpo no podía resistir más, y ese frío agonizante empezaba a calarle los huesos, aquella gaviota recordaba que era cuestión de tiempo en que el cielo empezara a tornarse color carmín, y el brillo dorado del horizonte le anunciara la llegada de su amor.

 Aquél poderoso y caliente aro de fuego la mantenía cálida y feliz durante mucho tiempo, pero cuando ella juntaba el valor y trataba de alcanzarle y hundirse en su cuerpo de oro, tan dulce e impetuosamente como había llegado, el Sol se volvía a marchar sin darle tiempo a tocarle o detenerle.

 La dejaba hundida en la soledad, nuevamente, triste y debilitada por acompañarlo siempre a donde él iba.

 Sin embargo, la gaviota no sólo albergaba amor en su corazón. A veces sentía celos, y un calor fulminante que la hacía aletear más furiosamente de lo normal. Y era porque él Sol amaba besar y acariciar todo lo que no fuera ella.

 Ahí estaba él, imponente y hermoso, dándole besos cálidos a Italia. Y era a Italia quién más hacía que la gaviota aleteara furibunda. Italia, con sus pieles de mármol, sus artistas y bellezas; cualidades en todas sus calles. Italia, con sus canales y canciones; suaves relieves, pedazos de paraíso. Era como si Dios se burlara de ella por ser una pequeña y desplumada gaviota, y admirara a Italia por ser tan hermosa y dulce. Su propia creación.

 Luego quería ser Alemania. Cuando la voz estridente y taciturna de la tierra germana se hacía presente, el Sol giraba a su alrededor, acariciándola con una alegría que bailoteaba en el aire y hacía que la pobre gaviota, frágil y torpe, cayera en picada velozmente hacia el mar, deshaciéndose en una nube de plumas y bruma marina.

 Pero daba igual, si el Sol aparecía adulando a España, con sus grandes ojos, como ventanas al alma, la gaviota también querría ser España. Cualquier cosa que hiciera que el Sol girase y le dedicara su calor, cualquier cosa que a ella dejara de hacerla gaviota. A menos que el mismo Sol de repente quisiera abrazarla siendo una diminuta gaviota.

 El Sol se levantó delante de ella, tocando las suaves olas rizadas de Italia, y la gaviota sintió su cuerpo arder como una llamarada.

Bien es sabido que las gaviotas no pueden sentir mariposas en el estómago, y eso es porque las gaviotas tienden a volar enloquecidas como una mariposa cuando se enamoran. Así lo hizo, subió hasta que la presión intentó aplastarle la cabeza, y terminó haciendo acrobacias aéreas que nunca antes había hecho por temor a caer. La verdad era que, cuando el Sol estaba cerca, aquella gaviota se sentía capaz de todo, hasta de volar tan alto para besarle tiernamente.

 Y justo en ese momento, al verlo entrar al cielo con aquél resplandor maravilloso, pensó que debería hacerlo por fin. Lo había intentado antes, pero siempre había terminado estrellándose contra el mar gélido. “Esta vez podría ser diferente, no temas”, le dijo la consciencia, su mejor y más fiel amiga; así que plegó las alas, acomodó la cola, y se lanzó al cielo, aleteando lo más rápido que sus pesadas y exhaustas alas le permitieron.

 Ascendió más y más, hasta que un disparo de luz cegador la convirtió en un cúmulo flotante de plumas que bailoteaban precipitándose lentamente al mar. La gaviota lo intentó, estuvo a unos aleteos más de tocar a su Sol, sin embargo, el esfuerzo fue tan débil e imperceptible a comparación que, de nuevo, el Sol le prestó atención a las inmensas esculturas que Dios le dio a la Tierra. 

3 comentarios:

  1. Gracias por existir, Lia.

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  2. Me encanta leerte, de verdad que me he esperado tanto para poder verte actualizar ¡Te amo!

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